Desde
la última entrada he estado con muchas más ganas de leer que de escribir, de
escuchar que de decir, de sentir que de pensar y lo que he ido observando,
oyendo, viviendo, reflexionando en el transcurso de los acontecimientos del
último año me ha dejado desconcertada, como cuando se confirma un rumor
difamatorio sobre alguien que conoces, que no querías creer porque no te
atrevías a imaginar ese comportamiento de su parte, pero que una vez que se produce
te das cuenta de que realmente no te extraña.
Creía
que Matrix era una excelente metáfora del mundo en el que vivimos, pero no
había comprendido hasta ahora hasta qué punto. Lo que antes se me presentaba
como una realidad segmentada, ahora se dibuja en un cuadro completo que algunos
más perspicaces que yo denominan “sistema neofeudal”. Hoy soy mucho más
consciente de que estoy drogada por el consumo, manipulada por los medios de
comunicación de masas, estafada por el sistema financiero, engañada por el gobierno…
y todo ello, en beneficio de unos puñados de miles que conforman la élite
mundial. De todo ello, lo que más me ha perturbado al salir del aletargamiento es
tomar plena conciencia del sistema educativo como sistema de adoctrinamiento,
especialmente porque como profesora universitaria, de forma inconsciente (aunque
yo pensaba que me salía de la norma), lo he venido reproduciendo casi cada día
desde hace veinte años.
En
este país, de escasa tradición investigadora, durante los dos últimos siglos la
universidad era un espacio de encuentro entre varones de clases altas para
matar su curiosidad, por un lado, y para legitimar su posición social, por
otro, o para ambas cosas. Las mujeres y los pobres (salvo unos pocos “dotados”
becados), por razones conocidas, no formábamos parte de ese espacio, por lo que
era un mecanismo perfecto para la legitimación de los sistemas de poder
preexistentes. Los valores de la universidad era los necesarios para hacer
poderoso y valeroso a un hombre que liderara el progreso hacia un futuro lineal
en el que la tecnología ayudaría a resolverlo todo. La universidad pública fue
pieza clave en la transición desde el franquismo porque allí estaban concentradas
las élites ilustradas que iban a salir más favorecidas con el triunfo de la
democracia en España, liderando todo lo que estaba por venir.
La cosa cambia cuando a la educación accede cualquiera y cualquiera puede enviar a sus hijos e hijas a la universidad (maldita socialdemocracia), entonces el sistema de legitimación universitario público ya no resulta eficaz y hay que crear señales de reconocimiento externo como los másteres privados, las grandes escuelas de negocio, etc., de las que se esperan surjan los líderes legitimados del futuro. De este modo, las élites pierden el interés por la universidad pública, que ya sólo queda como cadena industrial de producción del personal asalariado con capacitación media y de ahí esta preocupación relativamente reciente por la protocolización, por la estandarización, por la igualación del producto resultante.
Ya
no formamos líderes, formamos personas seguidoras, les adoctrinamos con
programas docentes lineales, que han de cumplirse de cabo a rabo, basados en
gran parte en manuales ad hoc (libro de instrucciones), aderezados con power
points, videoconferencias y muchos cuestionarios de autoevaluación en
plataformas virtuales (por lo del auto-aprendizaje). Sólo en clases extra, en
las que nos salimos del programa, en las que no entran en examen y que parte
del alumnado considera una pérdida de tiempo, les preguntamos cómo quieren
vivir y les proporcionamos algún instrumento (en particular la retórica y el
pensamiento divergente) para liderarse a sí mismos, para hacerse dueños de sus
proyectos y de sus vidas. Les recomendamos obras clásicas que les aporten
visiones generales alternativas sobre lo que es el mundo y que les ayuden a cuestionarse
hacia dónde vamos, pero no les obligamos a leerlas con clama (no hay tiempo en
el programa). No propiciamos con ellos la reflexión posada, no les hacemos
hablar entre ellos, cooperar, informarse, reflexionar individual y
colectivamente. No suficientemente, no por sistema, sólo de forma tangencial. Para
el sistema que nos constriñe es más importante el adoctrinamiento, la formación
en competencias.
La
paradoja es, especialmente en España, que el sistema productivo, el destino
final del producto del sistema educativo, ni siquiera tiene capacidad de
absorción de los egresados universitarios debidamente adoctrinados. Así, muchos
de los que salen de la Universidad se encuentran frustrados en sus expectativas
de encontrar un empleo en el que desarrollar sus competencias, se ven abocados
al desempleo o al subempleo, o tienen que buscarse la vida en el extranjero.
Por contra, lo que sí que necesita este país es gente con capacidad de pensar
el mundo de otro modo, gente que sean capaz no sólo de desarrollos tecnológicos
que hagan la vida humana viable y vivible, sino también de construir formas
alternativas de organización económica, política, social justas y
ambientalmente sostenibles; gente que resitúe la cultura en el interior de las
personas y no en los objetos que poseen, gente que genere espacios de vida
inteligentes en armonía con el entorno mejorando la calidad de vida de todas
las personas y de cada una. ¿Utopía? Claro, también lo era que los hijos de los
obreros fuéramos a la universidad y que algunos acabáramos incluso de
profesores, pero estamos aquí y nos queda algún resquicio de pensamiento
crítico para replantearnos los objetivos de la institución.
El
discurso sobre la reforma universitaria se centra en la primera parte de la
paradoja: el sistema universitario es ineficaz porque produce algo que sobra,
nos sale muy caro y además no puede ser que a la universidad vaya cualquiera,
no hay tantos puestos que requieran esa cualificación, mejor que se los queden
unos pocos, los que mejores condiciones de partida tengan, así la inversión es
más eficiente. Se ignora deliberadamente el segundo aspecto, que sí que demanda
puestos de una altísima cualificación, que podrían llevarnos además a crear
nuevas formas de actividad socio-económica, rompiendo muchos de los círculos
viciosos actuales. Pero claro, eso es lo
que nos faltaría, que la universidad fuese un espacio de generación
altersistémica, en el que la gente
piense de más, que eso lo único que trae es el descontento de “las bases”, la
insatisfacción y es fuente de inestabilidad, para “los de arriba”, mejor dejar
el mundo como está.
Pero
yo no me resigno, no quiero dejar el mundo como está. Desde aquí llamo al
profesorado universitario a una rebelión que sin pausa y sin prisa, evitando la
precipitación, haciendo uso de los valores que caracterizan la actividad
científica, (rigor metodológico, distancia crítica y transparencia en los
resultados) vayamos utilizando nuestra autonomía universitaria y nuestras
libertades de cátedra para ir
tirando por la borda los programas credencialistas y meritocráticos que nos
hemos impuesto, construyendo hojas de ruta docentes alternativas que nos
permitan interrogarnos con el alumnado sobre
qué es el mundo y cómo queremos vivir individual y colectivamente, y no sólo sobre
los medios para facilitar el modelo de existencia que nos asiste. Centrémonos
en poner todos los conocimientos que tenemos disponibles y los que podamos
construir al servicio de un gran proyecto colectivo de transición
socio-ecológica hacia modos de vida socialmente justos y naturalmente
sostenibles. Una nueva ilustración pero más participada, más reticular,
realmente democrática. Hagamos de la Universidad Pública, la que pagamos entre
todos, una verdadera Universidad de los Comunes.